La etimología y la historia de las palabras, su novela, es una ciencia exacta y deslumbrante.
Los romanos dormían en un cuarto oscuro y fresco, un ‘cubículo’, lo llamaban, sobre un colchón de paja y de plumas. La única luz que entraba allí era la de una pequeña lámpara con un nombre precioso, lucubrum, de la que dijo san Isidoro de Sevilla que era la combinación de las dos cosas, la luz y la sombra. En realidad la describió mucho mejor: “Un pequeño fuego que arde en una estopa con cera...”.
Pero lo más bello es que de allí viene una palabra que antes se usaba mucho en la lengua española (y en otras también) y hoy a veces todavía: la lucubración, el acto de lucubrar o elucubrar: pensar o trabajar toda la noche a la luz de una vela, desvelarse. El Diccionario de la Real Academia la define así: “Especular o imaginar cosas sin tener mucho fundamento racional”.
La etimología, el origen y la historia de las palabras, su novela, es una ciencia exacta y deslumbrante, casi mágica. Basta ver la cara de alguien cuando descubre de dónde viene todo, de dónde y por qué y cómo y cuándo. A veces es una explicación obvia y evidente, y aun así nos fascina si no la conocíamos, y a veces es todo un laberinto, una maraña de extraños caminos y recodos que van tejiendo e iluminando las palabras y su vida.
Si cada vez que usamos una palabra cualquiera –la que sea, todas– pensáramos en su origen y su causa, quizás el pensamiento tendría más sentido y claridad, más belleza. No lo sé, es solo una conjetura: una voz que en español significa “juicio que se forma de las cosas o acaecimientos por indicios y observaciones”, y que viene de un verbo latino, conicere, que tiene varios significados, entre ellos el de lanzar algo hacia lo alto.
Eso hacían los augures romanos, los sacerdotes encargados de intuir la voluntad de los dioses, el futuro: miraban al cielo, descifraban el vuelo de las aves como si fuera un mensaje secreto. Entonces ‘adivinaban’ esa voz que les hablaba desde arriba, la voz divina. Pero no era todo el cielo lo que veían sino una sola de sus partes, un lugar concreto al que le deban el nombre de ‘templo’. Observar ese lugar se llama ‘contemplar’.
Lo mismo que ver las estrellas con fervor y con fijeza, entender el mapa que hay en ellas y que fue el mismo que le sirvió a Odiseo, por ejemplo, para regresar a Itaca: esas estrellas todavía están allí (aquí), son las mismas y las vemos moverse durante el día y durante el año porque es la Tierra la que gira sobre sí misma mientras le da la vuelta al Sol, una y otra vez, sin parar. O al menos por ahora sin parar, luego ya veremos.
Esas estrellas juntas y regadas en el cielo como en un mapa o una partitura, porque también lo es, la música de las esferas, esas estrellas se llaman constelaciones, ya lo sabemos. Su nombre latino es sidus, de donde viene nuestro adjetivo ‘sideral’. Pero eso es lo de menos, porque de allí también viene nuestro verbo ‘considerar’. ¿Qué significa? Ver las estrellas, contemplarlas. La RAE es más prosaica: “Dedicar atención a alguien o algo”.
La RAE también define en su diccionario la palabra latina desiderata que ya está incorporada del todo al español y que significa “conjunto de las cosas que se echan de menos y se desean”. Su origen está en uno de los verbos del deseo y la añoranza en el latín que era desiderare: ver las estrellas, considerarlas, valga la redundancia, pero saberlas muy lejos y distantes. Confirmar que su brillo es su recuerdo.
Aunque dije “desiderata” y me acordé de ese poema hecho canción: el himno del infierno, horror, “camina plácido entre el ruido y la prisa...”. Me dan náuseas: otra palabra del mar y las estrellas, la náusea, el mareo que da subirse en una nave. Aunque ya decir “mareo” es decirlo todo.
Algo de luz en la penumbra, las palabras y su historia.
Juan Esteban Constaín
www.juanestebanconstain.com
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