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Salir peores

Las desgracias colectivas no cambian a la gente, o muy rara vez, sino que resaltan su naturaleza.


Así es en las películas porque así ha sido siempre en la vida: las desgracias colectivas no cambian casi a la gente, o muy rara vez, sino que resaltan su naturaleza más profunda, la exhiben en su versión definitiva e irreversible. Como dijo un amigo mío, poeta y sabio, en marzo del año pasado cuando alguien sugirió que del coronavirus saldríamos mejores, dijo mi amigo: “Los buenos saldrán mejores y los malos saldrán peores”.


Esa clásica escena cinematográfica de un incendio o un naufragio en la que hay gente salvando a los niños o a los ancianos mientras algún perverso se aferra a sus monedas o le clava un puñal al vecino no es gratuita ni es vana, esa escena refleja algo que suele pasar en la realidad cuando la especie humana está acorralada, en el límite de sus fuerzas, y entonces sobresalen sus rasgos, los más nobles pero también los más atroces.


Alguna vez, en Pompeya, en sus ruinas, un grandísimo maestro italiano, Franco Bruno Vitolo, me hizo notar dos momentos muy distintos y muy dicientes de lo que debió de ser la angustia de los habitantes de esa ciudad mientras la arrasaba el Vesubio con su furia. Por un lado un hombre protege a su perro, lo cubre; por el otro, en una villa, un hombre se abraza a sus joyas y riquezas.


Eso pasó, como se sabe, en el año 79 después de Cristo, cuando el ‘monte Vesubio’ hizo erupción, llevándose consigo a varias ciudades aledañas, entre ellas las hoy famosas, por esa misma razón, Pompeya, Herculano y Estabia. Lo interesante es que no fue lava lo que explotó allí sino un amasijo de piedras ardientes –el ‘magma piroclástico’, se llama eso, que quede entre los dos–, y así se conservaron esas ciudades en su último instante.


Esa nube asfixiante de polvo y fuego aplastó y sepultó a esas ciudades pero también las dejó conservadas en el tiempo, enterradas, casi como si esa fuera su última foto, la del momento exacto en que sus habitantes se dieron cuenta, con horror, de lo que estaba pasando. Luego, muchos siglos después, los arqueólogos empezaron a desentrañar esos lugares y también, gracias a una técnica astuta y brillante, la vida de su gente.


Es así como asistimos a la vida cotidiana de Pompeya casi dos mil años después: en sus restaurantes, en sus burdeles, en sus casas. Quedan sus grafitis, sus frescos, sus falos gigantes por toda la ciudad. Y están sus habitantes resucitados en yeso: unos que corren con la boca abierta, otros que se cogen de la mano. Hay gente noble que ayuda a los demás, otra que solo piensa en su suerte. Hay, obvio, políticos que echan discursos.


Aunque no es necesario ir hasta Pompeya para ver lo que vemos a diario con el coronavirus, que es igual o es peor: un anciano abandonado por su familia, en México, al saberse que era positivo; fiestas clandestinas y espantosas, sin tapabocas ni nada, tan obscenas en su egoísmo y su felicidad que aun sin covid merecerían toda clase de castigos, aunque es difícil pensar en un castigo peor que ir a una fiesta de esas.


Claro: también están, por el otro lado, quienes salvan a la humanidad de su miseria y su habitual destino: los médicos, los que arriesgan su vida, los que embellecen el mundo. Como siempre, políticos que están pensando en el bien común, en hacer las cosas lo mejor posible para mitigar en algo el horror; otros, en cambio, sumidos en sus empresas mezquinas, sus obsesiones que no solo no ayudan en nada sino que lo empeoran todo.


Diría uno que es un momento definitivo e histórico, entre la vida y la muerte. Como para ser grandes o al menos inteligentes, dejar a un lado toda pequeñez mientras pasa este trance tan duro.


Pero no, es pedir demasiado. Los buenos saldrán mejores y los malos saldrán peores. Al menos por ahora, como siempre.

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