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Y aún se mueve

Aunque llegamos a creer que la historia se había acabado, esta aún no lo hace. No todavía. 


En 1989, un año que hoy parece ya tan lejano y tan antiguo, casi prehistórico, y que sin embargo fue ayer nomás, hace nada, el politólogo Francis Fukuyama escribió un artículo muy polémico que luego se volvería libro en el que dijo que la historia había llegado a su fin. Incluso ese fue el título que sus editores usaron luego para vender y difundir, en todo el mundo, su provocadora hipótesis: 'El fin de la historia y el último hombre'.


Claro: Fukuyama se refería, según explicó después, y creo que todavía lo sigue haciendo aunque cada vez con menos éxito y audiencia, no al ‘fin de la historia’ en sí mismo, no a la terminación de los acontecimientos azarosos que la definen y la mueven, sino al triunfo sin objeciones ni matices que en ese momento parecía estar logrando la democracia liberal contra cualquier otro modelo de gobierno y de sociedad, en especial el comunista.


Se terminaba por fin la Guerra Fría: el enfrentamiento ideológico, político y militar entre el marxismo y sus poderosas y también ruinosas utopías, y el capitalismo: el orden liberal; el llamado ‘mundo libre’, aunque sus críticos hicieran tanto énfasis, siempre, en esas comillas no exentas de ironía y ambigüedad. Pero esa era la historia de la que hablaba Fukuyama: ese era el relato al que su libro le prometía ese final.


Desde entonces ha pasado de todo en la historia: desde la caída de las Torres Gemelas hasta la caída de Sadam Husein; desde la elección de un Papa argentino hasta la de un presidente negro en los Estados Unidos. Y ha pasado algo aún más importante, algo que cuando Fukuyama escribió su libro apenas si se podía intuir: la masificación de internet; la irrupción de ese invento comparable al de la imprenta o la escritura.


Pero algo sí es cierto: después del cataclismo que significaron las dos guerras mundiales en el siglo XX –cien millones de muertos entre las dos: el cinco por ciento de la población total de la Tierra en ese momento–, la humanidad ha vivido una suerte de edad de oro caracterizada por enormes conquistas políticas, culturales y científicas. Tanto que se la pasa buscando en Marte lo que ya se supone que tiene aquí, la vida.


Y desde 1945, y a pesar de todo, hemos vivido una época de certezas como quizás no haya habido ninguna otra en la historia de la humanidad, que dicho sea de paso es apenas un instante en la historia toda de nuestro planeta. Por eso decía William McNeill: “Vista desde la perspectiva de otros organismos, la humanidad parece una aguda enfermedad epidémica...”. Y lo es: el ser humano también ha sabido ser su propia peste.


Aunque llegamos a creer de veras que la historia se había acabado; que estaba –que está– en el pasado, y que lo teníamos todo tan resuelto. Casi todo: el fútbol, los aviones, las fotos, las redes, todo. Sin angustias verdaderas, sin guerras napoleónicas. Pero basta una pandemia, o su sombra, para recordarnos lo frágil e incierta que es la vida humana, su condición imprevisible, brutal, milagrosa.


En el siglo XX la humanidad se quintuplicó: no hay resquicio del mundo que no haya sido colonizado por sus obsesiones y sus apetitos en masa, su voraz curiosidad, su arrogancia, también su nobleza. Parece una contradicción y por supuesto lo es: la contradicción de una especie capaz de lo más alto y lo más bajo, lo más bello y lo más ruin, lo más conmovedor y lo más perverso. Eso somos, al menos por ahora.


Y hoy tenemos algo que no tuvimos nunca antes, la posibilidad de vernos todo el tiempo a nosotros mismos. Somos un meme en vivo y en directo, qué alivio, también somos un meme. Y nos tocó ver lo impensable, que el mundo cerrara.


Pero aún se mueve, como dijo Galileo Galilei. La historia no se acaba. No todavía, ojalá.


Juan Esteban Constaín


Publicado en El Tiempo: 18 de marzo 2020 , 07:35 p.m.

 
 
 

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